Me llamó y me dijo: - “¿Estás ya en el restaurante?”
Yo le dije que no, pero que estaba llegando ya a nuestra cita, casi a la carrera, porque una maldita petición de última hora de mi jefa, había dado lugar a ese retraso inoportuno. El dijo simplemente:
-“Entonces espera, que salgo a buscarte.”
Sabía que tenía los OJOS AZULES, inmensos como el mar, el pelo moreno, la risa suave, y una voz que aunque tímida, inspiraba confianza. Que estaba casado. Que tenía ganas de conocerme. No sabía ni necesitaba saber nada más.
Llegó el día de nuestra cita a ciegas, inusual como sólo puede serlo una CITA así, programada para la hora de comer. Y allí estaba él, saliendo a recogerme a la puerta del restaurante, con su par de ojazos azules, en efecto, y una sonrisa amable. Un tipo atractivo, pensé yo.
Se acercó a mí, y nos dimos un par de besos en la mejilla, todo muy correcto. Reconocí su perfume al instante, se trataba de un clásico masculino, cálido y dulzón, y que me recordó la excitante revelación que suponía también sobre la piel de una mujer. Nos sentamos y pedimos la comida, charlamos animadamente, y pasamos un buen rato compartiendo pequeñas y grandes intimidades, era además es buen conversador. Me gustó poder mirarle a los ojos al fin, ese par de mares azules con los que había soñado, y que no por eso se violentara. Su mirada era limpia, como sus palabras, y eso me gustó. Sólo a la hora del café juraría que por un instante, sus ojos se detuvieron en el tiempo buscando los míos. Buscándome a mí.
Su trato fue exquisito: amable, respetuoso, discreto y divertido. Y sí, una de sus cualidades más notables era el saber estar. Cuando nos íbamos, subí un momento al baño para arreglarme antes de volver al trabajo. El me seguía dos peldaños por detrás. Me hubiera gustado saber qué miraban sus enormes ojos en ese momento, qué pensaba, si seguiría con su mirada mis pasos firmes, o si se deleitaría soñando con mi la cadencia de mis caderas...
Salimos finalmente del restaurante, andando a toda prisa bajo la incipiente lluvia, camino de su coche. Sentados, uno junto al otro, sonreímos, y nos dedicamos unas miradas cariñosas aunque ya no tan inocentes. Siempre me ha gustado la imagen de un hombre al volante. Y allí estaba él. Y sus ojos. Y su perfume, que invadía el reducido espacio entre copiloto y conductor…
Me acompañó al trabajo, y cuando paró el coche, sentí la necesidad de oler más de cerca ese perfume. Sencillamente acerqué mi nariz a su cuello, un cuello de piel blanca y suave, y me dejé embriagar lentamente por su aroma. No sé cuánto duró en realidad ese instante, pero recuerdo que mis labios rozaron suavemente su piel tibia. Y hubiera seguido rozando aquella piel con mis labios, con mis mejillas, con mis párpados, borracha de su aroma, durante mucho tiempo.
Al separarme de aquel cuello embaucador, sus ojos me estaban mirando. Se clavaron en mí, grandes no, INMENSOS. Y con una luz propia, como sólo la enciende el deseo contenido. Quise sentir uno de sus tantas veces prometidos susurros en mi oído, y así es como noté por vez primera su lengua discurrir tímidamente por mi lóbulo y después por mi nuca, mientras me susurraba palabras prohibidas...
Un pequeño escalofrío de placer recorrió mi cuerpo.
Me estremecí entera como las púas de un erizo, y cuando volví a mirarle, a esos ojos azul deseo, azul anhelante, hubiera deseado poner mi mano otra vez en su cuello, esconderla entre su camisa, acariciarle largamente el pecho… Besarle los labios ya no de forma tímida, sino apasionadamente, y abandonarme al placer de su boca, de sus manos, de su mirada, de sus dedos... Para iniciar conscientemente al fin, la increíble aventura que supone redescubrir caricias robadas sobre un cuerpo nuevo.
Para ti, R.
El guardián de mis ojos azules.
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